Estamos contra el reloj. Las lluvias han vuelto con fuerza, golpeando los campos del norte integrado, donde aún quedan por cosechar 1,5 millones de toneladas de caña y 280 mil hectáreas de hectáreas de soya. Lo que debería ser una buena noticia, lluvias regulares para la campaña 2025-2026, se convierte en una amenaza si los productores no tienen combustible para cosechar en los pocos días secos que deja el clima, afectará la economía del productor y la exportación de azúcar y el grano de oro.
El problema no es el agua, es la falta de diésel. Sin combustible, los tractores no avanzan y las sembradoras se detendrán. Mientras los pronósticos indican lluvias continuas, el campo necesita moverse rápido en cada ventana de sol. No hacerlo implicará un daño irreparable: la pérdida de siembras de los cultivos de 1.3 millones soya, maíz (100 mil ha) y sorgo (100 mil ha), que sostienen la seguridad alimentaria del país.
El Gobierno saliente no tuvo la capacidad y el productor no puede ni cosechar ni sembrar. Los tractores se apagan, las cañas quedan en pie, y la soya , que alimenta las tres principales cadenas de proteína del país comenzará a escasear. No habrá carne, bovina, ni de cerdo, ni de pollo, ni leche sin combustible. Y cuando eso ocurra, lo que faltará en el campo se sentirá en cada plato de las mesas de los bolivianos.
Bolivia ya conoce este guion: inflación, escasez y excusas. Pero esta vez la crisis no viene del mercado internacional, viene del abandono interno. La falta de diésel oportuno y la improvisación estatal pueden costarle al país una de sus peores crisis alimentarias en décadas.
El hambre no espera. En las próximas dos semanas se define si el país tendrá qué sembrar y qué comer, de la campaña de verano. No se trata de política, se trata de supervivencia. El campo no pide subsidios, pide diésel, porque sin diésel no hay siembra, sin siembra no hay alimento, y sin alimento… no hay país.
Fuente: Luis Alberto Alpire, Economista y Agrometeorólogo
